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Ángela Alarcón y Diego

Hijos de la chicha

Verde y rojo, colores que imaginaba en otros productos, pero no allí. Aunque no la había probado, sí estaba seguro de que ese no era su color tradicional. El amarillo sí; característico del maíz, el ingrediente principal, fundamental en su elaboración. Estaba intrigado. Desconozco cuánto tiempo transcurrió hasta que Ángela -con su voz cálida- me habló.

—¿De cuál quiere hoy? —me preguntó.

—No sé, señora Ángela, la verdad. Está muy temprano para probar la tradicional. —respondí.

—Entonces pruebe la de durazno —comentó mientras tomaba la totuma para servirme.

Su sabor era exquisito. Era dulce, pero también se podía sentir su fermentación. Estaba concentrado degustando. Ese sabor único, especial, me hacía pensar que difícilmente probaría una bebida igual en otro lugar. Allí, Ángela reapareció para hablar orgullosamente de su producto.

—Esa que está tomando -la de durazno- es considerada el elixir para las personas suaves, delicadas, que no toleran un fermento tan fuerte. A diferencia de las demás, su tratamiento es de 14 días. La de maracuyá sirve para la tensión. La de frutos rojos para problemas del cuerpo, por eso es por lo que se vende tanto los días de ciclovía. La de chontaduro… —soltó una carcajada y no finalizó la frase.

Reí con ella. Recordé nuestro primer encuentro. Estábamos en un círculo, a punto de iniciar una especie de conmemoración a la vida, de agradecimiento a los alimentos y a las personas presentes allí. Todos mirábamos a Ángela, quien, como lo hacía conmigo nuevamente, hablaba con orgullo de sus productos, de la calidad que hay en ellos. Cuando habló del chontaduro -una fruta con tantos nutrientes- evocó una risa grande, contagiosa. Todas las personas reunidas sabíamos los motivos de su risotada. Entre sus propiedades, al chontaduro se le ha asociado con los afrodisiacos; es decir, se considera que tiene la capacidad de incrementar el deseo sexual, entre otras alteraciones que pueden estimular y beneficiar el encuentro sexual.

—Ya pensaron lo que no es—dijo entre carcajadas, sabiendo que todas las personas pensaban lo mismo.

***

Recién notó que mi totuma estaba vacía, Ángela trató de cambiar la situación.

—¿Ahora cuál chicha quiere probar? —me preguntó.

—La tradicional —le respondí, con algo de pena.

Ángela tomó mi totuma y la llenó de chicha. No era tan dulce como la de durazno. El fermento era más tangible. A lo mejor arrugué un poco mi rostro, no lo recuerdo. También me encantó. Ángela disfrutaba verme tomar chicha, esa que su madre, doña Leo, le había enseñado a preparar desde tan temprana edad. Pasados unos minutos me invitó a la cocina para que viera los barriles llenos de chicha, todas en distinto estados. Me explicó la etapa en la que cada cual se encontraba y las particularidades de esta. Tomé unas últimas fotografías y dejamos la cocina. Entre abrazos prolongados y fuertes, llenos de agradecimiento, me despedí de ella y de su hijo. Nos acompañó a la puerta y antes de cerrar afirmó:

—La próxima vez que nos veamos espero que sea en mi verdadera casa.

­Ángela estaba viviendo provisionalmente en un apartamento ubicado en el centro de Bogotá, a unas cuantas cuadras de la plaza de La Concordia y del Chorro de Quevedo, lugares emblemáticos de La Candelaria y de Bogotá. Tuvo que mudarse en medio de la pandemia, producto de un desplazamiento que sufrió la vivienda familiar, como consecuencia de prácticas inadecuadas de su vecino. Este le sugirió buscar vivienda por aproximadamente tres meses, mientras hacía los arreglos. Ha transcurrido más de un año y no ha reparado los daños; por el contrario, ella y su familia han tenido pérdidas material y familiares, de esas de las que difícilmente alguien se recupera con facilidad.

Doña Leo, la primera reina de la chicha, la madre de Ángela, falleció en julio de este año. Tuvo complicaciones de salud, derivadas, en cierta medida, por el estrés y la angustia del infortunio con su vecino y de la incertidumbre de afrontar una situación tan compleja en medio de una pandemia. Ángela me dio la noticia e inevitablemente su voz se quebró, mientras algunas lágrimas recorrían su mejilla. Aún no sé cómo sacó valor para reponerse y continuar nuestra conversación

Ella continúa con la tradición, porque -como muy bien comenta- es portadora de una: de la chicha y de su elaboración adecuada. Y ha encontrado dificultades, más que apoyo en ese proceso. El Estado no ha ayudado, por el contrario, trató de erradicar la chicha a través de un discurso que la satanizó.

—Muchas veces se dijo que la chicha embrutecía e inducia a las personas a hacer disparates —comentó Ángela.

Este fue uno de los mensajes tradicionales por parte del Estado, de la policía, de empresarios de la industria de licores. Desde 1945, año en que empiezan a instalar las primeras fábricas de producción de bebidas alcohólicas, este discurso se hizo frecuente. La chicha era inmundicia, el pasado, suciedad. El futuro -y el desarrollo en sí mismo- se encontraba en las industrias de licores, en las que sus propietarios y accionistas se exponían a sí mismos como individuos capaces de mejorar la sociedad Colombia. Un mensaje que generó un alto impactó, pero que también dividió aún más a la población. Se promovieron estigmas y prejuicios que terminaron por aislar individuos, con sus costumbres, con sus hábitos y formas de entender la vida. Y se perdió mucho.

Ángela siente la responsabilidad de mantener esta tradición, por ella, por su madre, por sus hijos, por sus ancestros. Y por ancestros, ella se refirió a sus abuelos y bisabuelos, quienes también producían chicha, pero también a los muiscas, aquella comunidad indígena que habitó este territorio. La tradición la mantiene de diversas formas; la primera, a través de un bueno producto, de una buena elaboración y de un buen trato; la segunda, mediante la difusión de la relevancia de la chicha, invitando a apropiarnos de ella y de los valores que hay en la misma. Puede ser confusa esta último, pero hubo una manera en que ella me lo hizo saber y, seguramente, también a mis demás compañeras. En nuestro primer encuentro, Ángela nos invitó a formar un círculo, íbamos a pasar la palabra. Una especie de celebración que realizaba la comunidad indígena. Así lo hicimos. Mientras pasaba una totuma de un tamaño grande, todas las personas reunidas tomaban un sorbo y agradecían, pedían o mencionaban unas palabras. La próxima vez que me reuní con Ángela Alarcón, aproximadamente un mes después de haber pasado la palabra, ella me dijo que ese día se había sentido viva, motivada, que fue un día especial.

***

La chicha trae recuerdos. Esa es la conclusión de Diego Alejandro, el segundo hijo de Ángela. Tiene 26 años y es estudiante. Aún conserva varios recuerdos de su infancia, muchos de ellos guardan alguna relación con la chicha. No estuvo del todo seguro de decirme cuál es el primer recuerdo en el que se involucre la chicha, pero sí fue enfático en decir que su abuela, la señora Leo, era eje central de sus recuerdos. Quizá porque la producción de esta bebida giraba alrededor de ella. Justo como sucede hoy con Ángela, su madre, quien tiene siete (7) hermanos, pero es la única que sabe hacer chicha.

Su relación con la chicha se fue fortaleciendo a medida que cumplía más años. De pequeño veía a su abuela manipulando el barril de robles. Y veía que ella era feliz, desconocía los motivos. El panorama es distinto ahora. Ya es parte de la industria de la chicha en La Candelaria, la cual cada vez está más consolidada, a pesar de no ser nada fácil este proceso. Y dentro de esa industria Diego no es solo el hijo de Ángela Alarcón, sino que su nombre tiene capacidad de influencia por los conocimientos que él ya ostenta sobre la chicha. Siente que es la continuidad de un legado, de una tradición. Algunas personas quedan sorprendidas al ver el cambio de Diego, pues lo recuerdan como el niño pequeño que les entregaba las botellas de chicha en la puerta.

Al hablar de la señora Leo, Diego me dice que fue una mujer que intentó mantener la tradición por el amor, por encima de cualquier cosa. Incluso los ingresos económicos. A diferencia de ahora, que Ángela Alarcón y sus hijos encuentran en la venta de chicha una de las principales fuentes de ingreso; no siempre fue así, la señora Leo producía chicha por el amor y goce que está le producía.

—Había semanas en que las ventas de chicha no eran superiores a la $10.000, pero mi abue’ seguía haciendo chicha— afirma Diego.

Diego es bastante lúcido para hablar de la señora Leo. Menciona que era celosa con su chicha, no dejaba que todo el mundo se acercara o manipulara la producción de esta, pero también sabe que fue una mujer excesivamente generosa, quien disfrutaba que las personas probaran su chicha. Entre más personas, mejor, incluidas las amistades de Diego.

—Algunas veces yo me reunía con mis amigos y ellos me decían que comprara y llevara alguna botella de chicha. Yo hablaba con mi abuela Leo para que me alistara una o dos botellas personales para llevar. Cuando iba a darle el dinero me daba cuenta de que ella tenía una o dos botellas de las más grandes y no siempre estaba dispuesta a recibirme la plata, pero ella era feliz — afirma Diego.

***

Nació en Bogotá, en La Candelaria. Es la penúltima de siete hijos. Tiene 49 años. Se llama Ángela Alarcón, pero todo el mundo que la conoce se refiere a ella como la reina de la chicha. En honor a su abuela, en honor a ella, en honor a una tradición. Y también porque ha participado en diferentes festivales y concursos de chicha, de los que ha sido ganadora.

En 1998 se realizó el primer festival de la chicha. El barrio de La Perseverancia, en Bogotá, fue el lugar que acogió este evento. Había amplia expectativa en él. Llegaron personas de diferentes ciudades del país. Doña Leo fue la ganadora del festival y, en consecuencia, fue reconocida como la primera reina de la chicha.

A partir de entonces el festival de la chicha se volvió una tradición. Anualmente se reunían distintas personas para la comercialización de sus chichas, pero también para participar en el concurso. Medios de comunicación cubrieron el evento y le asignaron algunas notas. El Estado, después de múltiples intentos de eliminar el consumo de la chicha, también se interesó en apoyar el evento. El departamento de patrimonio ha realizado múltiples investigaciones orientadas a conocer toda la idiosincrasia que hay alrededor de la chicha.

Durante muchos años, la señora Leo, la primera reina de la chicha, fue la cara de este evento, poco a poco Ángela Alarcón pasó a serlo. El puesto de venta de ella -que en realidad era la representación familiar- siempre estaba lleno. Incluso, me comenta entre risas, alguna vez vendió la botella de chicha destinada para los jurados del evento.

—Los festivales son lo máximo —me dice con una gran sonrisa.

—¿Por qué? — preguntó, aunque sé que hay múltiples razones, de las que conozco varias.

—Es un día lleno de adrenalina. Está mi familia, mis hijos me ayudan. No hemos llegado ni a organizar el puesto y eso ya está lleno de personas esperando su totuma de chicha— responde Ángela.

Desafortunadamente, el apoyo económico por parte del Estado disminuyó considerablemente en los últimos años. Y en la pandemia, el festival de la chicha en el barrio La Concordia no se ha podido llevar a cabo. Este año parecía que se realizaría. El 12 de octubre sería la fecha, como lo ha sido la mayoría de los años; sin embargo, por razones bastante imprecisas y cuestionables, se tuvo que hacer una primera reprogramación para noviembre. No obstante, esta fecha también se tuvo que postergar.

***

—Yo acepto la corona y el premio porque los necesito, pero la que me enseñó fue Ángela Alarcón.

En 2017, esto fue lo que dijo la ganadora del festival de verano de Puerta Gaitán en el discurso de premiación a la mejor chicha del festival. Este fue la primera vez que Ángela iba a un concurso de chicha fuera de Bogotá. Era la invitada de honor.

—A veces es bueno dejar ganar a otras personas— entre risas me dijo Ángela.

La influencia de Ángela en la conservación de las chichas y sus tradiciones ha sido inmensa, difícil de calcular, pero suficiente para ser valorada. Ha ganado en todos los concursos en los que ha participado, siempre manteniendo un respeto hacía las demás personas que participan en los festivales, incluso cuando pueden existir diferencias sobre la comprensión que se tiene sobre la chicha. También sabe que aún hay mucho por hacer, pero actúa para lograrlo. Por mantener una tradición y por ser recordada.

En un momento de nuestro último encuentro hasta entonces, Ángela Alarcón, la reina de la chicha, me entregó su tarjeta, con sus redes sociales y número de contacto. Su mano se estiró mientras afirmó:

—Acá estamos y acá seguiremos, más vigentes que nunca.

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