top of page

Un sancochito
bien criollo

Ante la estigmatización de su territorio, los habitantes del barrio Potosí, en las montañas de Ciudad Bolívar, unieron sus fuerzas para crear Potocine, la primera sala de cine comunitario, y el festival anual Ojo al Sancocho. Una iniciativa que busca narrar el territorio y mostrar que la periferia existe.

Por: Laura Camila Calvo Florez

Eran las diez de la noche en el barrio el Paraíso y era la hora en que la muerte viajaba por todo el lugar en una Toyota blanca y arrasaba con todo a su paso. Guillermo y Rodolfo no lo entendían aún. Se escondieron detrás de un par de tejas grises arrumadas mientras veían como Duván y Yeimy eran subidos a la fuerza a la camioneta. Los dos niños se miraron fijamente y corrieron de prisa por las calles empinadas directo a la carpintería.

—Ustedes no entienden que esta plaga hijueputa está matando a los chinos— decía don Hernán mientras sujetaba el rejo en la mano y reprendía a sus hijos para que se fueran al cuarto.

—¡Jueputa, me los mataron!

Se escuchó la voz quebrada de don Hernán que lloraba la muerte de los dos menores y recordaba que dos días antes les había advertido a los muchachos no salir de noche. La oscuridad que se veía en la montaña no era segura.

En ese momento, la sala de cine quedó en absoluto silencio. En la pantalla se podía leer: “Antes de las diez”, y cerraba un cortometraje en honor a los niños y jóvenes asesinados en el 2005 a manos de los paramilitares en las llamadas limpiezas sociales. Se encendieron las luces y, mientras el auditorio se iluminaba, miré perpleja a don Héctor Gutiérrez que estaba a mi lado.

— Lo que usted vio fue un cortometraje de denuncia. Uno que hicimos con las uñas para no olvidar lo que vivió esta comunidad. Uno que representa lo que es Ojo al Sancocho.

Su voz resumía el hecho de que en 2018 ya había escuchado ese nombre particular. Un festival internacional de cine comunitario que se hacía en Ciudad Bolívar para visibilizar la localidad. Uno que pretendía mostrar la otra cara de la moneda en esta ciudad que casi no mira al sur: en la tierra de los desplazados no solo hay sangre y muerte, como lo dicen las noticias, sino que se puede respirar cine, música y cultura.

Las casas son azules y verdes. Una calle más empinada que la otra. La pintura desgastada y las tejas de aluminio oxidado. A lo lejos resalta una edificación hecha con bambú. Es difícil no fijarse en ella. Fuerte, imponente y resistente en toda la esquina del Barrio Potosí. Se encienden unas letras azul neón y se puede leer: Potocine, cine comunitario.

Mientras observé la fachada, le pregunté a don Héctor por el día de la construcción. Una sonrisa se le marcó de oreja a oreja y me llevó nuevamente al interior de la instalación. Allí estaba una mujer robusta, de estatura baja y cabello gris. Parece ser una de las matronas del barrio, aquella que siempre tiene un consejo oportuno.

— Yo me acuerdo de Consuelito y pensaba que en cualquier momento me le iba a dar un patatús— me dice don Héctor.

—¿Así de vieja me veo? — responde Consuelo mientras suelta la carcajada. —No me haga quedar mal ante la visita.

—Es que esta mujer con los sesenta y pico que tiene fue la que más trabajó para hacer este cine.

—Pues no es por dármelas, pero me echaba al hombro el bambú. Tenía el cuello quemado por el sol y las manos rojas de tanto cargar cemento.

—¿Hace cuanto fue la construcción, doña Consuelo? — le pregunté.

—  Hace seis o siete años, mi niña.

Ciudad Bolívar, que según el último censo tiene 776.351 habitantes,  reúne la historia de la violencia de cada departamento del país. Desde el Cauca, hasta el Nariño o Chocó, llegan hombres y mujeres que huyen del conflicto armado a esas montañas del sur de la ciudad. Desplazados que resisten ante las crudas amenazas de grupos al margen de la ley, el olvido del estado y ser parte de un territorio marginado y estigmatizado.

Caminé por las escaleras para llegar a la parte alta del cine y salí por la puerta que conduce al cuarto pequeño donde estaba el proyector. Antes de entrar, me  encuentro a doña Yamile, una mujer de unos sesenta años aproximadamente. Llegó a Potosí cuando era una bebé de brazos. Sus padres huían de las amenazas de las Águilas Negras y con prisa y sin rumbo partieron de su amado Huila. Sus pies errantes los llevaron hasta Ciudad Bolívar y con una mano adelante y otra atrás empezaron su vida en un territorio desconocido.

—Problemas y drogas. Asesinatos y culpas. Eso era lo que había antes— me dijo Yamile—. Cuando estaba pollita me paraba en la terracita de mi casa y no veía nada. Solo tierra y cemento.

— ¿Ahora que ve?

— Desde la misma terraza veo más color. Veo a los muchachos cumpliendo los sueños. Veo a gente de otras localidades interesadas por nuestro barrio. Veo a los peladitos estudiando.

 

— ¿Sabe qué es lo más curioso, mijita? - me dijo, mientras se tocaba con su mano el mentón. Como quien con nostalgia intenta hacer memoria de su pasado.

Sonrío tímidamente y le respondo:

—¿Qué doña Yami?

— Mijita, tener un cine frente a mi casa. En esta misma calle veía muerte. Ahora veo esperanza.

En ese momento pensé en lo alejada que están las personas de la urbe a la periferia. Desconectados. Aislados. Indiferentes a lo que pasa fuera de sí mismos. Minería ilegal, microtráfico, limpiezas sociales, injusticia e impunidad. Me pregunté, ¿cómo se lucha frente a eso?

—Tan simple como construyendo la primera sala de cine— me dijo Cristian Burgos.

Este joven estaba sentado en la sala de proyecciones frente a un computador. Su pinta indica que es director de cine. Tenía el cabello largo y la mano derecha cubierta de manillas tejidas de colores. Voz delgada y un aire revolucionario. Hace quince años decidió tomar el lente de su cámara y capturar la esencia de los invisibles, de los olvidados por el Estado.

—Las limpiezas sociales que ha vivido esta localidad. Eso quería mostrar. Tomé mi cámara, hablé con los vecinos y salió el cortometraje “Antes de las diez”.

Cristian me dijo que antes de Potocine los vecinos debían bajar hasta el barrio el Tunal para ver una película. Hollywood y Gringolandia en todo su esplendor. Nada más que cine comercial.

—Faltaba mirarnos a nosotros mismos: ver a la vecina de la tienda, al panadero, a los niños que juegan fútbol con el balón desinflado, eso queríamos.

A la escena se le suma un nuevo personaje. Abre la puerta y entra suavemente.

—   ¡Llegó el todero!— dijo Cristian.

Giré mi cabeza y vi a un adolescente.

—  A este le da pena saludar y eso que es actor— me explica Cristian mientras se para de su silla.

El joven que entró a la sala de proyecciones se llama Joel, tiene 18 años. Le dicen ‘la mascota de Potosí’. La primera vez que se paró frente a una cámara tenía seis años. Desde ese momento ha caminado por el sendero glorioso de Leonardo DiCaprio y ha participado en veinte producciones. Carga cables y hace los guiones. Busca los mejores planos y la escenografía. En su bolsillo derecho tiene uno de los mejores tesoros: las llaves para entrar a la Potocine.

— Ando de aquí para allá. Me paro en la esquina de mi barrio para iluminar las buenas historias con el flash de mi lente. Eso es lo que me hace vivir.

Toda esta iniciativa cultural se sustenta en los brazos de la Escuela resiste, una iniciativa que busca vincular el festival de cine con actividades extracurriculares para que los niños reciban clases de cine. La escuela eco o la escuela audiovisual son algunos de los nombres que ha recibido a lo largo de 15 años el proyecto de formación académica en cine liderado por don Héctor Gutiérrez. Joel es uno de los estudiantes y futuro director del proyecto. Por algo, más de 200 cortometrajes producidos por la escuela han visto la luz en la gran pantalla de Ojo al sancocho.

—Ciudad Bolívar es un sancochito bien criollo: Somos periferia, barrio popular, somos resistencia. Venga y nos echa un ojo— dice Cristian.

Esa tarde me despedí del barrio Potosí. Al salir de la sala de cine vi un par de niños con tambores y maracas que cantaban: “en el barrio Potosí, hay cine pa’ vivir”.

bottom of page