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Por: Nicolás Martínez Sánchez

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Muñecas
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Hilando memoria

A diferencia de otras niñas, la mayoría de estas mujeres de Ciudad Bolívar no tuvieron la posibilidad de tener y jugar con muñecas en su infancia. En este taller, con la ayuda de Blanca Pineda y docentes, estuvieron realizando con sus propias manos muñecas y telares, los cuales significan para ellas una manera de condensar recuerdos de sus vidas y tejer una memoria colectiva. Cada una escribió un relato para su muñeca, los cuales podrás leer y escuchar a continuación. Además, en las cápsulas de video algunas cuentan las sensaciones que les despertó este proceso.

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María Josefina Suárez

Cuando empecé a hacer esta muñeca me imaginaba a mi nieta. Yo no tuve muñecas, pero me acordaba de ella, Alison Calderón. Yo la crié y pensaba en ella, como si estuviera muñequeando. Me gustaba verla bonita, con sus vestidos, la bañaba, la vestía y me acordaba que con ella siempre estaba jugando. Me agradaba verla bien vestida. Mi muñeca es de color piel, el pelo es café. Se le veía bien ese color. Tiene una blusa roja y un bordado rojito y las manguitas, con ropa interior y medias.

Escúchala:

María Josefina Suárez
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Galería:

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Cápsulas del tiempo

En estos videos, las mujeres nos cuentan las historias detrás de sus muñecas y el significado que tienen.

Blanca
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Blanca Pineda

Blanca Cecilia Pineda es gestora cultural y durante más de 50 años ha trabajado por los derechos humanos. Desde niña empezó a enamorarse de la oralidad y los relatos, lo cual hizo que conociera, amara y aprendiera de la localidad y sus habitantes. Ha arriesgado su vida por buscar mejoras a las desigualdades, violencias y afectaciones relacionadas con Ciudad Bolívar; ha sido desplazada, pero nada ha podido parar la lucha que tiene en pro de los derechos humanos, el territorio y la memoria.

Oradora de Paz
Los orígenes de la oradora

Rebobinando el casete y yendo sesenta y ocho años en el tiempo, El Perdomo se empezó a habitar. Veinte familias provenientes de los suburbios capitalinos de la época, como el barrio Egipto, y de pueblos cundinamarqueses, llegaron al territorio, el cual sólo era naturaleza, tierras fértiles y un futuro prometedor para ellos. Blanca hizo parte de esas familias en su niñez, por lo que puede decir que es una de las primeras pobladoras.

Los hogares no eran estrambóticos ni grandes; al contrario, eran lotes de doce o diez metros por treinta y cinco metros. Puede que fueran pequeños, pero conservaban la humildad y amor de las regiones. En aquel entonces, cuenta Blanca, ni siquiera tenían un nombre, el territorio se llamaba Cortijo de la Hacienda El Resbalón. Su padre, Ricardo, junto con ocho líderes, destinaban ciertos días para ir hasta la iglesia de Bosa a solicitarle al clero un nombre para el barrio. Muchas veces no fueron escuchados y recibieron un no por respuesta, pero de tanto insistir lograron el cometido.

En honor al sacerdote Ismael Perdomo, el barrio se llamó así. Las casas estaban distribuidas en trigales, cebadas y terrenos fértiles, similares a las parcelas de los pueblos aledaños. El crecimiento de la población se dio por el primer conflicto que, recuerda Blanca, tuvo el barrio: la piratería. “Yo considero que hay territorios que nacieron enfermos”, describe al comentar que las tierras empezaron a ser revendidas un sinfín de veces, concretamente en Cazucá, vereda cerca al Perdomo.

Allí habían "Veinte mil lotes que inicialmente eran del M-19", según lo que ella recuerda. Las parcelas se revendían hasta terminar en matanzas. Blanca cuenta que “al último que se quedaba (con el lote) lo mataban para volver a su origen inicial”. Entonces, el tener un lote empezó a ser motivo para que uno estuviese inmerso en una cadena de piratería, arriesgando la vida por esos metros cuadrados.

Empero, no quería decir que las personas del sector fuesen así. A pesar de esa situación, los verdaderos habitantes eran campesinos que migraron por los conflictos de chulavitas, liberales y conservadores tiempo atrás. Ella saca pecho por esa clase de familias, en especial de la suya, los Pineda Cuervo: “Orgullosamente hablo de mi barrio, de esas familias conservadoras, tradicionales, que nos fueron transmitiendo de generación en generación los valores de la solidaridad, el respeto y todo ese cuento”.

Desde los seis años acompañaba a su padre, un tipo “dicharachero” y alegre. Blanca recuerda que él siempre hablaba en metáfora, era respetado por el barrio y fue el primer narrador de la memoria. Gracias a él fue que el tema de mitos y leyendas de la localidad empezó a marcar a los habitantes y al territorio.

“Yo, chiquitica, empecé a recoger esa memoria, pero en mi corazón y en mi mente, de los mitos y leyendas”, rememora Blanca. Junto con su padre, iban a las rondas de Tunjuelito a reconocer las historias que narraban, las cuales contaban con la participación de los guapucheros, indígenas muiscas de Bosa. Escuchando, memorizando y relatando fue como ella conoció a personajes como el Chuculanei o el copo Cagao, símbolos de los mitos y memorias indígenas muiscas.

La chichería de Don Fermín se volvió un sitio guardado en el corazón de Blanca. Allí narró los relatos que buscaba y recibía el pago en centavos, pocos pero satisfactorios. Ese espacio le permitió empaparse de cultura, de gente y de costumbres. Ella cuenta que la memoria colectiva se construye de esa manera, en los diálogos entre las personas, quienes cuentan los relatos que conocen y así se construye el legado extraordinario de la población, la localidad y las historias.

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Ese gusto por escuchar los mitos y leyendas fue lo que la llevó a colarse en la escuela con el propósito de aprender a escribir. Aunque la sacaban a pellizcos, se las ideaba para entrar. No tenía lápiz, por lo que una puntilla fue su primera herramienta para escribir. “Yo tenía en mi corazón, en mi genética, escribir, narrar”. Así fue como ella se volvió periodista comunitaria, con notas publicadas en el diario El Siglo y el periódico El Espectador acerca de los relatos que conocía y contaba.

Blanca sosteniendo el libro "Ciudad Bolívar: Territorios de Vida", el cual guarda algunos mitos y leyendas

Con el paso del tiempo, Blanca empezó a escribir los relatos, aunque despertando otra pasión en ella: la lucha campesina y por el territorio. El hecho de estar durante su vida allí y estar con campesinos e indígenas hizo que sintiera la necesidad de ser una mano que brindará ayuda frente a las injusticias y crímenes contra ellos y la región, tales como los denominados falsos positivos (ejecuciones extrajudiciales).

Las amenazas por la justicia

Los sonidos de los neumáticos rondaban las calles de los barrios alrededor del país. En cada parada y a altas horas de la noche, se perdían jóvenes en la parte trasera de los camiones. Quienes un día salieron un momento en la noche, no volvieron jamás a su hogar. De uno en uno fueron despareciendo, "murieron más de seiscientos cuatro jóvenes”, declara Blanca. Todas las familias siguen sin respuesta ni sanación.

Las fosas comunes fueron el desenlace de las historias inconclusas. Con el paso del tiempo, los lagos de Soacha, Paraíso y Cazucá fueron el final de los desparecidos. Blanca recuerda que "muchos que no alcanzaban a llevar los asesinaban y tiraban al lago". No cometían pecado o delito alguno, pero eran bajas falsas en un conflicto que no les competía.  Cada cadáver era una vida perdida sin razón.

Con su carácter y berraquera característica, ella denunció esas ejecuciones extrajudiciales. Acudía a la Defensoría del Pueblo, haciéndole frente a una situación sin pies ni cabeza, pero cada día dejaba más víctimas en su camino. Su lucha empezó en Potosí, Ciudad Bolívar. Su obrar era por la paz, la justicia y la verdad, aunque empezó a ser su cadena.

Entre más denuncias, Blanca era con más creces objetivo militar para los delincuentes. "Empezaron a llegarme panfletos, pero los que me llegaban eran de los 'elenos' (militantes del grupo ELN)", rememora. Cuando ella caminaba por las calles, era consciente que habían ojos persiguiéndola, con los peores propósitos imaginables. Además de denunciar, también lideró proyectos y campañas en aras de conservar el territorio y la cultura campesina de la región.

Su contacto constante con el campesinado y la batalla contra los falsos positivos hacían de su rostro una cara conocida, tanto para quienes apoyaban su causa como para quienes la querían callar. La persecución hacia ella fue constante; "me tocó mudarme nueve veces de casa",.

En esa época, estudiaba Derecho Internacional en la Universidad Nacional, pero las amenazas y panfletos le negaron participar en su graduación. No la nombraron en la ceremonia porque se sabía que los matones estaban ahí. Incrementando el peligro, ella supo que "el presidente de la Junta de Acción Comunal también pertenecía (al ELN)". Un día, mientras estaban quitándole los pijos a los niños, Blanca vio como una mujer con un fusil merodeaba la zona.

La amenaza de los panfletos era para que se fuera lejos y dejara los temas de derechos humanos fuera de su agenda. Blanca se negaba, su objetivo se mantenía en dar hasta la última gota en las respuestas de las fosas comunes y hacer de los barrios un sitio de armonía para campesinos y habitantes desplazados.

El desplazamiento forzado

Para conmemorar el Día del Campesino, ella lideró un evento en el barrio con todas las de la ley; sin embargo, antes de llegar, una bailarina le dijo que el presidente de la Junta le había mandado un mensaje: “dígale a su patrona (Blanca) que mire a los que tenemos cachucha roja. Si ella sigue hablando de derechos humanos, la azotamos, le damos piso”. Ella prefirió suspender el evento para no afectar ninguna vida. “Hermanito, lo dejé cantando, ahí le dejo la chichita”, le mandó como respuesta a la amenaza.

Después, ella ingresó al voluntariado de la Mesa de Mujeres de la Alcaldía, pero fue otro motivo para seguir con la persecución sin descanso. El día a día traía panfletos de amenazas, al punto que la obligaban a reunirse con ellos: "me mandaron un panfleto que yo tenía que reunirme con una gente en Mochuelo y que tenía que llevar los líderes".

La Defensoría le dijo que no acudiera a esa reunión, por más que los colegios salieran temprano, porque en términos de ella, “cuando hay niños no matan”, que no se presentara. El bloque de seguridad se alertó y enviaron una camioneta blindada para ella para reubicarla en un hotel.

Con asesoría, Blanca comprendió que, a pesar que no era desplazada regional, el hecho de ser objetivo militar, perseguida  y estar al filo del peligro, la hacían víctima del conflicto. El pensamiento frecuente que ahondaba su cabeza era: “estaba vuelta mierda, ya me voy a morir”.

La noche la pasó en la habitación del hotel y en la mañana fue recibida por diez personas de Derechos Humanos (personal nacional e internacional), también habían otras personas que demandaban su supuesta de condición de víctima, para obtener los mismos beneficios de ella. La respuesta del Defensor fue contundente: “Creo que la única damnificaba es Blanca”. A la espera de reorganizarla, Blanca se fue a Bosa, dejando atrás al Perdomo.

Tres días después, ella recibió la opción de migrar a Canadá. Por más posibilidades que hubiesen, Blanca no era capaz de aguantarse el frio ni alejarse de su lucha. Decidió “volarse” a Sibaté, pero en cada rincón estaban los perseguidores. Un campesino se le acercó y le dijo: “Oiga, usted no sabe que por las veredas hay gente que no es del territorio preguntando por usted”. Sabían dónde estaba, así se mudara a la Patagonia.

Blanca decidió presentar su situación en las Naciones Unidas. Fue atendida en un cubículo y en un par de días le respondieron que se radicara en Chile con sus hijos. Los pasajes, estadía y lo necesario iba por cuenta de la ONU.

Hola, Chile

Esa noche, en la que se montó al avión, pausó la batalla contra los falsos positivos y el daño al territorio. Sin embargo, su seguridad y la de su familia eran vitales. Eran las tres de la mañana hora de Santiago, un agosto y ella pisaba suelo chileno. “Se me durmió la cara del frío”, fue la primera sensación, cuenta. Encontró a Pedrito (el responsable de recogerlos) con un cartel. Una camioneta los llevó a un hotel cinco estrellas cerca a la Plaza de Armas.

La Vicaría y su director, el señor Aravena, fueron quienes le brindaron ayuda. La cultura, música y gente no fue lo que enamoró a Blanca de Chile,  sino el Gato Chileno (vino), “ese que no les gustan a los chilenos”. La experiencia en un hotel lujoso la contrastó con las casas en las que siempre había vivido. No tenían todo lo de la habitación, por lo que no fue totalmente cómoda, y le generaba nostalgia su vida en su patria.

Los duelos internos aún no estaban sanados, las ganas de levantarse y seguir con su labor seguían, pero no impidieron que ella se deslumbrara con el metro, la arquitectura y la cultura del país del sur. Entre los recorridos conoció a un poeta mapuche, quien le recitaba sus mejores versos a ella; en las fiestas le enseñó a bailar salsa, pero supo que era de esos amores que terminan mal, por lo que no ocurrió nada más allá.

Regreso a su patria

El 2010 quedó marcado por un recuerdo triste para Chile: el terremoto. Cuando la situación estuvo en relativa calma, la Cancillería les contó que había un plan para movilizar a los colombianos de vuelta al país. Blanca no dudó y supo que era el momento de estar en “su tierrita”. Se despidió de Chile, llevándose una maleta de recuerdos y experiencias para volver a estar a la cabeza de los campesinos.

Llegó a la base de CATAM, desfiló con el grupo de adultos mayores y fue recibida por sus hijos; fue un reencuentro sublime y nostálgico. El corazón le timbró y los ojos se le aguaron al oír el himno nacional tocado por las Fuerzas Armadas. Pensó en ese momento que definitivamente prefería morir en su tierra.

Siguió participando en proyectos relacionados con Derechos Humanos, paz y víctimas. Hoy, está en Ciudad Bolívar, liderado la idea de Diálogos de Memoria con mujeres víctimas del conflicto que cuentan sus vidas por medio de tejidos. También ha estado en otros proyectos en aras de la paz.

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Blanca Pineda es símbolo de paz, resiliencia y memoria. Ella siempre ha puesto la memoria, los derechos humanos y el territorio por encima de todo. Cada cosa que ha hecho, cada relato contado, cada denuncia y cada paso han forjado un legado, marcado por la gestión cultural y por ser un agente de cambio frente a los problemas que afectan a la localidad.  

Blanca junto con un mural en honor a ella, ubicado en el Museo Ciudad Autoconstruida de Ciudad Bolívar

En este video, Blanca cuenta los proyectos que se han hecho en Ciudad Bolívar en el último tiempo, con la satisfacción que le genera participar en estos.

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los ángeles de cristal

La noche del 26 de marzo Arborizadora Alta, un barrio al sur de Bogotá ubicado en Ciudad Bolívar, fue testigo de una atroz jornada que dejó múltiples daños materiales, heridos y le arrebató la vida a dos niños de la zona. 

Por: Ana María Barrera Sandoval

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un sancochito
bien criollo

Ante la estigmatización de su territorio, los habitantes del barrio Potosí, en las montañas de Ciudad Bolívar, unieron sus fuerzas para crear Potocine, la primera sala de cine comunitario, y el festival anual Ojo al Sancocho. Una iniciativa que busca narrar el territorio y mostrar que la periferia existe.

Por: Laura Camila Calvo Flórez

Ángeles de Cristal
Un sancochit bien criollo
Los ángeles de cristal
Reminisencas del Territorio
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