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Ángeles de cristal

La noche del 26 de marzo Arborizadora Alta, un barrio al sur de Bogotá ubicado en Ciudad Bolívar, fue testigo de una atroz jornada que dejó múltiples daños materiales, heridos y le arrebató la vida a dos niños de la zona. 

Por: Ana María Barrera Sandoval

Un espeso humo se apoderaba de cada rincón del barrio Arborizadora Alta en Ciudad Bolívar. Un fuerte estruendo en inmediaciones del CAI, ubicado en la glorieta, despertó las alarmas de los carros, la desesperación de los vecinos y transeúntes de la zona y a los lejos un hombre gritaba:

–Carro bomba.  

–¡Ay jueputa, corra! – contestó Yubian Herrera, vendedor informal de verduras que se encontraba cerca del puesto de la policía. Dejó su carretilla sola en medio del desespero.

Vidrios rotos de las casas y establecimientos cercanos inundaban las calles, mientras a la lejanía se escuchaban gritos de ayuda. Yubian decidió regresar a la escena para percatarse que en pocos segundos su puesto había sido saqueado.

–¡Agh!, marica –le dijo Yubian a Abelardo su compañero de puesto–, nos robaron.

–AYUDA, AYUDA –chillaba un desconocido en la lejanía.

–Ey, retírense, retírense –decía un uniformado de la policía que salió ileso de la escena.

A pesar del peligro, los hombres decidieron ir a ayudar, cuando de repente gritan:

–HAY OTRA BOMBA.

La multitud salió a correr despavorida en busca de un refugio, mientras 35 personas, entre ellos niños, estaban heridos, inconscientes y muertos entre los cristales rotos.

–Estos chinos no me contestan –se decía doña Marta a sí misma en su puesto de dulces-. Dios mío que no les haya pasado nada.

–¡Mamá, mamá! ¿Está bien? –le preguntaron sus hijos mientras inspeccionaban a su madre.

– …

Marta colapsó, el llanto le impidió hablar.      

   

Los sábados en la noche las calles de Arborizadora Alta no suelen ser tan concurridas. Varios descansan en sus hogares y otros trabajan en sus puestos del barrio. A las 7 de la noche del 26 de marzo los locales aledaños funcionaban con normalidad. En la barbería Pilin, Andrés y Mike atendían a cuatro hombres, cuando 15 minutos después un fuerte ruido rompió los marcos y espejos del local. Todos salieron a verificar lo ocurrido: a los lejos Andrés vio dos cuerpos pequeños tendidos en el piso. 

En la esquina de una casa en diagonal al CAI, Emilsen Orjuela atendía el negocio Panadería Delipan y Algo Más, el establecimiento estaba lleno. Ocho clientes devoraban pan y otros esperaban a que su orden se les fuera entregada. Quedó petrificada entre los cientos de vidrios que invadieron su local, las ventanas y alacenas se quebraron.

En un acto de inocencia, ella pensó que había sido una explosión en su horno, pero el desespero que se oía afuera decía otra cuestión. Una camioneta roja que daba el recorrido de la glorieta estaba destruida, y ella, como los otros espectadores, pensaron que se trataba de un carro bomba.

Leonardo atendía a una indecisa clienta en su tienda naturista, mientras la mujer buscaba un shampoo para el control de caída del pelo que al final no llevó. Él suele cerrar las puertas de su negocio, ubicado frente al CAI a unos pocos metros, a las siete, pero la compradora lo mantuvo 10 milagrosos minutos más dentro del establecimiento. Cuando se preparaba para irse a casa, la onda de la explosión lo tumbó, quedó inconsciente y sordo durante 15 minutos.

–La clienta me salvó -dice Leonardo-. Resultó herida, no sé nada de ella.

Aún aturdido por el estruendo salió a inspeccionar el caos que se desataba afuera. Al lado vio a Daniel Steven que se encontraba pegado contra la reja de la casa de la costurera Chechi, su cuerpo sin vida se mantuvo rígido mientras se sostenía fuertemente de las varillas de metal. Estaba pálido, no respondía, su muerte fue instantánea.

El niño pasaba por el CAI para ir a llevar unas sudaderas a arreglar cuando lamentablemente el artefacto detonó. Yubian se acercó a ayudar a Daniel, pero él no daba respuesta. Con ayuda de los paramédicos subió al infante de tan solo 12 años a la ambulancia que se dirigía al hospital Meissen, donde finalmente dictaminaron su deceso. 

Al lado de él, en un negocio de empanadas, Salome Rangel visitaba a su tía quien sería la última persona en verla con vida. Los vidrios cayeron encima de la niña, lo que le produjo una grave herida en su pierna. Estaba inconsciente por el fuerte golpe que la onda explosiva le causó. Seguía viva en el momento en el que fue auxiliada. Dos días después murió por un trauma craneoencefálico en la Fundación Homi.

Una hora después del atentado llegó el presidente Iván Duque en compañía del ministro de defensa Diego Molano y agentes de la Fiscalía, quienes fueron recibidos por chiflidos y gritos que decían: “fuera”, “fuera”. El barrio no los quería ante las cámaras de televisión. Minutos después, arribó la alcaldesa de la ciudad Claudia López y la prensa. Confirmaron que se trató de una maleta con material explosivo que fue dejada en la parte posterior del CAI, en cuyas inmediaciones hay dos colegios, una cancha deportiva y un centro comunal.  

Cinco días después del atentado visité la zona para indagar lo sucedido. El ambiente se sentía sombrío, transeúntes paraban a leer los mensajes en conmemoración a los niños y a cambiar las flores podridas puestas en su honor. El piso tenía todavía pequeños fragmentos de vidrios, piedras y tierra que volaron por la explosión. Varias ventanas resultaron afectadas, algunas fueron reemplazadas y otras cubiertas con cobijas y costales.

El CAI estaba decorado con hermosos arreglos florales fúnebres, rosas blancas marchitas, bombas y pancartas con mensajes como “los niños no se tocan”. Aún permanecía acordonada el área en la que murió Daniel, y se sentía extraño imaginar que un niño, que no sabía que esa noche sería la última en ver a su madre, falleció allí.

Los dueños de los locales más afectados se mostraron hostiles a hablar con la prensa. En el establecimiento donde murió Daniel, la mujer que atendía no quería dar declaraciones.

–No, No, No niña, ya no hablo con los medios -me contestó evasivamente mientras miraba su celular. 

 

–No le voy a quitar mucho de su tiempo -le insistí-, por favor ayúdeme.

 

–Retírese.

Los vecinos del lado, quienes tienen un negocio de neumáticos y bicicletas reaccionaron peor.

–Nosotros no sabemos nada, V-Á-Y-A-S-E.

Su tono de voz grueso y su mirada casi asesina me hizo entender que debía salir de allí sin intentar convencerla.

En un puesto de comidas rápidas otra mujer respondió:

–Eso es muy duro de recordar. Pregúnteles a otros -respondió evasivamente-. Fue una situación muy difícil para mí. 

La detonación no solo afectó la infraestructura del barrio, sino los corazones y mentes de sus habitantes que piensan seguido en el terror de esa noche.

–Estoy agradecida que haya sucedido un sábado y no un viernes -dice Emilsen mientras cambia un billete en la caja. 

–Entre semana esto es lleno, más niños hubieran muerto.

Los centros educativos Gimnasio Sabio Caldas y Manuel Elkin se ubican a unos metros del CAI y, en horarios de la tarde, las rutas escolares se parquean para llevar niños a sus casas y otros regresan a pie. Emilsen finaliza:

–Se nos llevaron dos ángeles que no tenían nada que ver con esta guerra. 

Días después, salió la noticia de que el frente 33 de las disidencias de las FARC se adjudicó el atentado que dejará en la memoria de los habitantes un sombrío recuerdo en el que la muerte fue el protagonista. El barrio Arborizadora Alta se une entonces a la lista de los lugares que han sufrido la violencia de un país indolente en la que sus víctimas quedan en el olvido, hasta una próxima masacre o atentado.

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